Es innegable que las élites dominantes están terminando de confeccionar
su plan para esclavizar, controlar y dominar a toda la humanidad. Y aunque
parezca una paradoja, una pieza fundamental de este plan es la exaltación de la
mediocridad.
Hay un hecho incuestionable: las personas mediocres son a todas luces
incapaces de reconocer su propia incompetencia. Evidentemente, esto conduce a
que esas personas tengan una autoestima desproporcionada. O lo que es lo mismo:
sobreestiman sus capacidades y subestiman las capacidades, conocimientos y
habilidades de las personas realmente competentes.
Personajes tan estúpidos como Donald Trump (mister aranceles), Pedro
Sánchez (mentiroso compulsivo e “inclusivo”) o Nicolás Maduro (alias “el
frases”: “el Sol es rojo porque está a favor de la revolución”) no han
llegado al poder por su extraordinaria inteligencia, sino porque su estupidez
hace que se comporten como si no tuvieran ninguna duda. Sin embargo, esto no
ocurre con las personas inteligentes, dado que la inteligencia no solo aporta
lucidez, sino también duda. De hecho, las personas inteligentes suelen
reflexionar profundamente y analizar todos los pormenores de cada situación,
llegándose a cuestionar incluso ellas mismas. Por eso la mayoría de las
personas inteligentes se alejan del poder, lo que nos ha llevado a esta
situación: los inteligentes piensan mientras que los estúpidos actúan.
La reflexión necesita silencio, escuchar despacio y tiempo; algo que
escasea hoy en día. Sin embargo, abunda la cultura del ruido y de lo inmediato;
una cultura que todo lo oye pero que ni escucha ni piensa.
La estupidez de los líderes políticos no es casual, sino una estrategia
del poder. El “populacho” ignorante no quiere líderes inteligentes o genios
porque no les comprende, prefiere líderes mediocres; gente como ellos. Además,
el “populacho” sólo anhela seguridad, lo demás se la trae al pairo.
Hoy en día no hay ámbito libre de mediocridad. Políticos,
académicos, economistas, juristas e incluso los llamados intelectuales hacen
gala de su mediocridad. Lo que triunfa en estos tiempos son los argumentos peregrinos
dirigidos a retrasados mentales. Y les funciona, vaya si les funciona. Sólo
tienes que recordar las consignas dadas durante la falsa pandemia o los
estúpidos argumentos para demonizar el C02. Porque ya no importa la
verdad, sólo importa el relato único de la última ideología de moda como, por
ejemplo, el “wokismo”.
Actualmente la mediocridad es una epidemia. Ni siquiera la cultura se
libra de esta plaga. Salvo raras excepciones, pintura, literatura, teatro, cine
o cualquier otra forma de expresión artística se ha dejado llevar por esta
corriente. El arte siempre fue crítica y belleza, pero ya no, ahora es
ordinario y sólo repite como un mantra toda esa parafernalia ideológica de moda
del siglo XXI.
La mediocridad se ha extendido de tal manera, que ahora las clases
altas y bajas disfrutan con los mismos contenidos. Y no es que hayan
desaparecido las clases sociales o que las clases bajas hayan dado un salto
cultural cualitativo, sino al contrario, son las clases altas las que se han
vuelto mediocres, pues así lo exige el guión del Nuevo Orden Mundial.
En la actualidad, si se quiere triunfar no se debe destacar, pues eso
fomenta la ira y la envidia del mediocre. Esta nueva “cultura” de la
mediocridad nos quiere a todos iguales (por abajo, naturalmente). Pero no sólo
iguales ante la ley o en derechos y obligaciones, sino iguales en todos los
sentidos: igual de listo o de tonto que otro, igual de hermoso o de feo que
otro o igual de fuerte o enclenque que otro. En definitiva, que nadie destaque
sobre el resto.
La mediocridad es una bendición para el verdadero poder. Una persona
mediocre no actúa por su cuenta, por lo tanto, no incordia. Tampoco contradice
la opinión de los demás, por lo tanto, no se enfrenta a nada ni a nadie. Y lo
más importante, no enjuicia, por lo tanto, obedece y calla. Ese es el verdadero
motivo por el que el poder está utilizando la estrategia de la mediocridad:
todos iguales de idiotas, salvo los verdaderos dueños del mundo, naturalmente.
Como no podía ser de otra manera, toda esta igualdad se está plasmando
en leyes y más leyes para evitar que ningún ciudadano destaque.
La mediocridad como forma de poder es un fenómeno social y político
cada vez con más auge. Se ejerce a través de la burocracia y las normas, ya que
suele apoyarse en procedimientos, reglamentos y formalismos para bloquear la
iniciativa de los más brillantes. Y es que la mediocridad teme al talento, por
eso desacredita y aísla a los competentes, para que no brillen. Frases como
“así se ha hecho siempre”, “ya está todo inventado” o “no compliques las cosas”
sirven para frenar a los innovadores.
Pero lo más increíble es ver cómo se ha implantado la mediocridad en la
clase política. Un líder político mediocre raramente actúa solo, sino que se
rodea de iguales. Crea una red de apoyo basada en la lealtad y la camaradería
(obviamente huye del talento). Su poder radica en ser parte de esa masa de
mediocres que no quiere grandes cambios y se conforma con poco. Al mostrase
“normalito”, no genera envidia, y eso le permite permanecer en posiciones de
influencia y de poder más tiempo que alguien que sí la genera por su brillantez.
Por lo tanto, la mediocridad es la cualidad más importante que busca la élite a
la hora de elegir a un político lacayo.
El político mediocre suele presentarse como “uno más”; alguien común y
corriente al alcance de todos. Esa postura le ayuda a ganarse la simpatía de
los demás mediocres, afianzarse en el poder y resistir el mayor tiempo posible.
Sorprendentemente, esto llega a ser increíblemente eficaz en sociedades poco
exigentes, como estamos hartos de ver en nuestras democracias occidentales.
La clase dominante ha utilizado la estrategia de la mediocridad para
hacer de la nuestra una sociedad imbécil. Sabe que la mediocridad organizada
puede ser más poderosa que cualquier otra alternativa del talento. De hecho, un
mediocre aislado rara vez destaca, pero cuando la mediocridad se convierte en
norma e invade todos los ámbitos de la sociedad logra bloquear a los brillantes.
Evidentemente, este imperio de la mediocridad es una fábrica de
ignorantes. Antes un ignorante sentía vergüenza de su ignorancia. Ahora no, ahora
hace gala de ella. Le han convencido de que pensar, leer o adquirir
conocimientos es perder el tiempo, ya que todo está en el móvil. Y se lo ha
creído.
Resumiendo. El poder ha construido un imperio de mediocres. Este imperio está frenando, desgastando y desplazando a los brillantes. Así, mientras los brillantes se desmoralizan y tiran la toalla, el imperio de la mediocridad avanza a pasos agigantados, afianzando cada vez más la sociedad imbécil en la que vivimos.
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