Europa fue el primer continente en terminar con la pobreza de las masas,
basándose en unos valores que defienden que cada ser humano es único,
irrepetible y de una valía ilimitada. Pero estos valores están siendo puestos
en tela de juicio por el falso “progresismo barato” de la clase política (sea
del signo que sea), que a través de su obsesiva agenda verde y toda esa nueva
“cultura woke” nos está llevando a la ruina ética, moral y económica. Y, cuando
hablo de “progresismo barato”, no me refiero únicamente a los “progres” de
izquierda, sino también a los de derechas, pues ambos son fervientes seguidores
de la Agenda 2030.
Lo que están haciendo nuestros políticos no tiene nada que ver con el
progreso (en mi modesta opinión, creo que ni siquiera saben qué significa esa
palabra). Más bien nos están llevando a una involución (deliberada o no) enfrentando
de nuevo a la sociedad: izquierda contra derecha, hombres contra mujeres,
negros contra blancos, heterosexuales contra homosexuales, etc.
La mayoría de países occidentales están atrapados en un bucle de
“crisis sistémicas”, originadas por una mediocre clase política de ineptos. Sin
embargo, el problema no son las crisis continuadas, el problema son los políticos.
Las crisis no se solucionan simplemente con la sustitución de un
político por otro, ya que los problemas estructurales de cada país exigen
reformas profundas que vayan más allá de cambiar el color del partido
político en el poder. De hecho, los políticos nunca han sabido resolver nada,
sólo promulgar leyes restrictivas para ocultar su incapacidad de gestión.
En el caso de España, el esperpento de nuestra clase política raya en
la más absoluta ignominia (ver corrupción
política en España).
Tenemos un Gobierno que legisla a base de Decretazos, que reforma el
Código Penal a su conveniencia, que infiltra en la Fiscalía General del Estado
a uno de los suyos, que tiene ordeno y mando sobre el Tribunal Constitucional, que
indulta y amnistía a otros políticos con delitos de alta traición y que se
asocia con grupos afines a terroristas que en el pasado mataron a sus propios
compañeros.
¿Y qué decir de la oposición? Pues más de lo mismo: los casos de
corrupción se amontonan en los juzgados como la trama Púnica, la Gürtel, el
caso Bárcenas, el del Auditorio en Murcia, Arena en Galicia, Andrach en
Baleares, etc.
Dicho esto, está claro que cambiar a los rojos por los azules no va a
solucionar nada. De hecho, les hemos ido alternando en el poder en el
transcurso de los últimos 50 años y las cosas no sólo no han ido mejor, sino
que han ido a peor.
Lo primero que deberíamos hacer es redactar y blindar una nueva
Constitución, fortalecer la separación de poderes y garantizar que las
instituciones no sean utilizadas a su antojo por ningún presidente de gobierno
con delirios de grandeza. Y lo segundo, y más importante, acabar con la
partitocracia.
Gestionar un país sin partidos políticos es un modelo político
alternativo que rompe con la estructura tradicional de representación basada en
agrupaciones ideológicas de partidos. Aunque bien es verdad que es algo raro y
complejo, sin embargo existen teorías, propuestas y algunas experiencias
prácticas que ayudan a imaginar cómo podría llegar a funcionar un país sin
partidos políticos.
Un país sin partidos políticos podría elegir a sus representantes por
su experiencia profesional, dotes extraordinarias o trayectoria intachable.
Sería una especie de democracia directa o participativa, con mecanismos como
referendos, plebiscitos, iniciativas ciudadanas y asambleas populares.
Los ministerios y otras áreas técnicas estarían a cargo de
profesionales elegidos por sus conocimientos en la materia y no por lealtades
políticas. Las decisiones se tomarían en niveles locales o regionales, reduciendo
la concentración en el poder central. Las autoridades electas no podrían ser
reelegidas, y los cargos serían de corta duración para evitar clientelismo o la
acumulación de poder. Todos los cargos estarían sometidos a auditorías abiertas
y rendición de cuentas constantemente. Se utilizarían plataformas digitales
para que los ciudadanos puedan opinar, votar o proponer leyes. El ciudadano
tendría el derecho a revocar autoridades si no se comportan con honestidad o se
demuestra su nula valía para el cargo. Y, por supuesto, toda ley debería ser
aprobada o vetada en referéndum antes de su entrada en vigor. ¡Ah! Y nadie
tendría privilegios como, por ejemplo, aforamientos.
Pero para llevar a cabo esto -o algo parecido a esto- se necesitaría un
sistema educativo de calidad donde formar ciudadanos responsables, libres,
críticos y con verdaderos conocimientos.
Este modelo -aunque tampoco sería perfecto- tendría ventajas sobre el
modelo actual, como un mayor control ciudadano y la eliminación del
clientelismo. Sin embargo, también existiría el riesgo de fragmentación o falta
de estabilidad si no se contara con una cultura cívica madura y adecuada.
Salvando las distancias, tenemos el ejemplo de Suiza que, aunque tiene
partidos políticos, gran parte del poder reside en los cantones y usa mucha
democracia directa con referendos constantes para casi todo. No olvidemos que
Suiza es hoy en día el quinto país del mundo por renta per cápita y posee uno
de los mejores índices de vida.
Y ahora la pregunta del millón: ¿es esto posible? Lo es. Y otra más: ¿tenemos
los medios suficientes para llevarlo a cabo? Los tenemos. Entonces, ¿qué nos
impide hacerlo? Y ahí chocamos con lo de siempre: porque nuestros dueños no
quieren.
Los dueños del mundo son los que marcan la agenda a los políticos para
mantener al pueblo en la ignorancia. Tienen secuestrada la tecnología al igual
que el conocimiento. Las grandes multinacionales de las diferentes industrias disponen
de patentes tecnológicas avanzadas que no salen a la luz por meros intereses geopolíticos
y económicos. Y lo mismo ocurre con el conocimiento.
No le des más vueltas. No es verdad que tengamos que seguir anclados a
este sistema de partidos políticos. Han llegado a convencernos de que no hay
más paradigma que este, y les hemos creído. Y es que somos extremadamente
crédulos y obedientes, como pudimos constatar durante la falsa pandemia.
Una sociedad plagada de estúpidos crédulos ignorantes es muy fácil de manipular, engañar y hacerla comulgar con ruedas de molino. Y es que la estupidez es mil veces más destructiva que la maldad. La maldad se puede combatir, la estupidez no. Por lo tanto, lo que necesitamos es una dura y machacona campaña contra la estupidez. Mientras esto no se produzca, jamás cambiaremos de paradigma ni podremos arrebatar el poder a los maníacos que nos tienen bajo la suela de su zapato.