En el transcurso
de mi vida, he tenido el privilegio -o la desgracia, según se mire- de ser
testigo de la evolución tecnológica más brutal llevada a cabo en la historia de
la humanidad. Paulatinamente, he visto cómo hemos ido pasando de la regla de
cálculo a las primeras calculadoras programables, los ordenadores personales,
Internet, los teléfonos móviles, el 3G, 4G, 5G, hasta llegar a la inteligencia
artificial (IA).
Sin embargo, lo
que nunca hubiera imaginado es ver en pleno siglo XXI a toda una generación de “millennials”
(conocidos como “nativos digitales”) volverse inútiles y totalmente
dependientes de la tecnología digital para todo, incluso para el desarrollo de
las relaciones humanas, por cierto, ya no tan humanas para ellos.
Siento decirlo,
pero de seguir las cosas por el cauce que van, no tardando mucho el ser humano vivirá
permanentemente esclavizado a la tecnología, si es que no lo está ya.
Que la tecnología
e Internet han cambiado el mundo es un hecho. Hoy en día con un teléfono móvil
conectado a Internet se puede hacer casi de todo. Y aunque bien es verdad que esta
tecnología ha contribuido a mejorar la vida de la gente, sin embargo, tiene su
lado oscuro.
Según los
estudios realizados, la capacidad de atención, a raíz del uso de teléfonos
móviles e Internet, se ha reducido en los países occidentales de una manera
alarmante. Las investigaciones apuntan que la persona promedio ahora pasa entre
2 y 4 horas al día mirando su teléfono móvil. Si a eso le sumamos las
horas de trabajo delante de un ordenador y las que pasamos ante el televisor,
la cosa se puede poner en 10 ó 12 horas diarias mirando pantallas, lo que
supone, nos guste o no, que estamos viviendo la vida a través de una pantalla.
Pero lo peor de
todo, es que las personas que tienen acceso instantáneo a estas tecnologías
están siendo zombificadas y no parecen darse cuenta. Esto no es ninguna
exageración, ya que para estas personas interactuar con otros seres humanos sin
Internet, teléfonos móviles, redes sociales, etc. se ha vuelto impensable.
Aunque hoy en
día la vida de todos nosotros ya está controlada por una pléyade de
instituciones nacionales y supranacionales, sin embargo, en un futuro no muy
lejano todo, absolutamente todo, será controlado exhaustivamente por la IA.
La humanidad
está siendo conducida gradualmente hacia el control total en todos los ámbitos.
Si seguimos consintiendo el uso creciente de los datos biométricos, la
tecnificación de las cosas más simples y la digitalización de todo nuestro
entorno, llegaremos a vivir en una prisión biométrico-tecnológica-digital.
Esto, que a
priori parece una secuencia sacada de una mala película de ciencia ficción,
cada día está más cerca. Sin ir más lejos, el banco JP Morgan Chase planea
introducir en 2025 un sistema de pago biométrico que permita hacer compras sin
efectivo ni tarjetas de crédito. Todo lo que se tiene que hacer es aceptar que
la palma de la mano o la cara sean escaneadas al entrar en la tienda, y listo.
¡Increíble! ¿Verdad? Bueno pues seguro que a algunos les parecerá estupendo.
La tecnología
biométrico-tecnológica-digital, que combina datos biométricos, herramientas
tecnológicas avanzadas y almacenamiento digital, no representa tanto una
oportunidad como un riesgo significativo para la humanidad.
El primer gran riesgo es la vulneración de privacidad. La recolección de datos biométricos implica el acceso a información
sumamente personal y difícil de cambiar como el rostro, la huella digital o el
iris, los cuales pueden ser almacenados en bases de datos masivas. Esto hace
que sea casi imposible preservar la privacidad total de un individuo.
Evidentemente, los gobiernos podrían utilizar estos datos -sin
nuestro consentimiento- con fines de vigilancia, discriminación o incluso manipulación,
desapareciendo para siempre el anonimato y el derecho a la privacidad.
Por otra parte, los datos biométricos, a diferencia de las
contraseñas, no se pueden cambiar. Por lo tanto, si un sistema de almacenamiento
es hackeado, no existe forma de revertir o asegurar la identidad de esa persona
sin sustituir el dato biométrico comprometido.
Está claro que
este tipo de tecnología es la herramienta que el poder estaba esperando como
agua de mayo: permite un nivel de monitoreo sin precedentes, limita las libertades
individuales y reprime la disidencia.
La recopilación
y el análisis masivo de datos biométricos proporcionará a los gobiernos un
control absoluto de la sociedad, además de la capacidad de manipular pensamientos
y comportamientos. Esto podría usarse para orientar campañas políticas, influir
en procesos electorales o tomar decisiones encaminadas a mantener en la
ignorancia al “populacho”. Por cierto, ¿esto no está ocurriendo ya?
Una vez que la
tecnología biométrica se generalice, la sociedad aceptará como “normal” un
nivele de vigilancia y control cada vez mayor, llegando a desaparecer la
conciencia sobre los derechos, la privacidad y la autonomía personal que el ser
humano tuvo en el pasado.
Resumiendo. La tecnología puede facilitar enormemente la vida
de las personas en términos de comodidad, pero los riesgos de abuso y de
violación de derechos fundamentales son excesivamente altos. De hecho, la
implementación de esta tecnología exigiría un marco regulatorio tan robusto,
transparente y ético, que es prácticamente imposible equilibrar sus beneficios
con la protección de los derechos y libertades individuales. Por consiguiente, si esta tecnología sigue
extendiendo su poder por el mundo, convertirá el planeta en una prisión
biométrico-tecnológica-digital: una cárcel sin rejas de la que nadie, nunca
jamás, podrá escapar.
¿Verdaderamente queremos esto?