En España, los que tenemos cierta edad hemos vivido dos regímenes
diferentes: una dictadura y una democracia. Evidentemente, una dictadura es lo
que es y no tiene justificación alguna. Sin embargo, la democracia al final no
ha resultado ser aquello tan idílico que nos vendieron en la Transición.
La principal característica que diferencia una dictadura de una
democracia es la concentración de poder. Entonces, ¿qué pasa cuando una
democracia acapara y concentra tanto poder? Pues que se convierte en una dictadura,
con la consiguiente amenaza para los derechos fundamentales de los ciudadanos.
En teoría, una democracia se basa en la distribución del poder entre
diferentes instituciones y en la participación activa de la ciudadanía. Sin
embargo, en la práctica, sólo el gobierno y un grupo determinado de personas
son las que acumulan y ejercen el poder. Por lo tanto, el poder se acumula y se
ejerce del mismo modo que en una dictadura. La única diferencia es que en una
democracia ese poder dictatorial es consentido por los ciudadanos que, con su
voto, lo legitiman.
Sí, ya sé que muchos dirán que en una democracia los poderes ejecutivo,
legislativo y judicial son mecanismos independientes para controlar al poder. Pero
la cruda realidad no dice eso, ya que todos están intervenidos por el gobierno,
lo que resulta una falta real de control sobre el poder.
Según afirman los políticos, una democracia que no tiene un liderazgo
fuerte y estable es ingobernable. Por lo tanto, se necesita una concentración
de poder para garantizar su gobernabilidad. Esto deriva, incuestionablemente,
en una forma de gobierno tan autoritario o tiránico como el de cualquier
dictadura.
Se pongan como se pongan los políticos -esos a los que se les llena la
boca de “democracia”- una concentración excesiva de poder da lugar a una forma
de gobierno dictatorial, donde las elecciones y las instituciones democráticas
pierden su verdadero significado. De hecho, estamos viendo en nuestras
democracias recortes de derechos fundamentales tan severos o más que en
cualquier dictadura. ¿O es que se nos ha olvidado ya lo que pasó en 2020? Eso
por no hablar de la censura que sufrimos, sistemáticamente, los que criticamos
el sistema.
En los últimos 50 años, todo aquel que no tenga su mente obnubilada por
ideologías políticas habrá podido comprobar que la democracia es una broma y,
además, de mal gusto. Y es que tanto la política, como la economía o la
justicia son un esperpento. Aquí la única realidad es que todos estamos
sometidos a un Estado altamente intervencionista, tanto si es regido por una
dictadura o una democracia.
Todos vivimos en un Estado. ¿Y qué hace el Estado por nosotros? Pues tomar
posesión de todo cuanto acontece en nuestras vidas. Lo primero que hace es inscribirnos
en el Registro Civil, nada más nacer, para tomar posesión de nosotros. Luego, durante
el resto de nuestra vida, freírnos a impuestos que, lamentablemente, no revierten
-como debieran- en procurar nuestro bienestar (conviene recordar que en toda la
historia de la humanidad nunca el poder se preocupó por nuestro bienestar, y
ahora no es diferente).
Por lo general -y casi me atrevería asegurar que siempre- la
corrupción, la malversación, la prevaricación y el más insidioso despilfarro se
han instalado de manera absolutista en el Estado, bien sea democrático o
tiránico.
Si lo miras bien, el Estado es verdaderamente una mafia: realiza
el mismo tipo de fechorías que las mafias organizadas (desfalcos, robos, acoso
y asesinatos), con la gran diferencia de que el Estado es impune gracias a
leyes que él mismo promulga.
Pues bien. Dicho esto, está claro que el Estado es el problema y no la
solución. Así que deberíamos mandar al Estado “un poquito a la mierda”,
con perdón. Pero, para nuestra desgracia, eso verdaderamente no es factible, ya
que el ciudadano está absolutamente indefenso ante el todopoderoso Estado, este
gobernado por una dictadura o una democracia.
Para hacernos una idea del engaño al que estamos sometidos, echemos un
vistazo a los últimos acontecimientos.
La UE acaba de aprobar un presupuesto de 800.000 millones de euros para
rearmar a Europa. Esto significa que cada Estado va a gastar una cantidad
ingente de dinero de los contribuyentes en comprar armamento para, según nos
dicen, protegernos de una posible invasión rusa.
De los 27 Estados miembros que componen la UE -oficialmente
democráticos- ninguno le ha preguntado a sus ciudadanos -que serán los que al
final lucharán en el campo de batalla- si quieren rearmarse para ir a una
guerra con Rusia.
Tampoco nos han dicho quién de los 27 Estados miembros (además de la
industria armamentística de EEUU) va a ser el más favorecido con esta medida.
Evidentemente, será Alemania, ya que esta inyección de dinero transformará la
industria actual alemana -que está en horas bajas- en una industria
armamentística hasta ahora prácticamente inexistente. Y es que desde el final
de la Segunda Guerra Mundial sus capacidades han sido limitadas y están bajo el
estricto control de la OTAN. Sin embargo, a raíz del conflicto Ucrania-Rusia
parece que la OTAN ha cambiado de parecer y ahora Alemania tiene carta blanca
para rearmarse.
Por cierto. ¿De verdad es buena idea volver a dejar rearmarse a
Alemania? ¿Somos conscientes de cómo puede terminar esto? Lo digo, porque se
dice que un pueblo que olvida su pasado está condenado a repetirlo. Y ya
sabemos lo que pasó con Alemania en 1870 (Guerra franco-prusiana), 1914
(Primera Guerra Mundial) y 1940 (Segunda Guerra Mundial).
En los últimos años, las amenazas se están disparando a una velocidad
de vértigo. Tanto la pandemia, como el cambio climático, la invasión rusa y
ahora la guerra económica de los aranceles, tienen al mundo amedrentado por
completo. Evidentemente, un mundo asustado es un mundo paralizado. Y de eso se
trata.
Lo que estamos viendo no es más que la estrategia de siempre:
“problema, reacción, solución”. Y la solución pasa por aceptar cualquier medida
coercitiva sin rechistar, como ya hicimos durante la falsa pandemia.
Todas estas amenazas no tienen otro fin que el de encerrarnos de por
vida en una cárcel sin rejas. Cada nueva crisis es una excusa para que el
Estado avance en su proyecto de control totalitario absoluto. Lo siguiente será
la digitalización total (en España ya es oficial el DNI digital, aprobado por
el Consejo de Ministros sin ser discutido tan siquiera en el Parlamento). Una
identificación digital que será necesaria para todo. Y en el momento que todo
sea digital estaremos en esa prisión sin rejas de la que ya no podremos escapar.
Y es que la informática, unida a unas técnicas de compilación y análisis de
datos, provenientes de unos dispositivos móviles de espionaje conocidos como
smartphones, han brindado a los autócratas la oportunidad de crear la
herramienta perfecta más sofisticada para el definitivo control de la
humanidad. Y esa “oportunidad” ya es una realidad.
Cuando la sumisión reemplaza a la insurrección, cuando la dignidad es
suplantada por la humillación y, en definitiva, cuando un pueblo acepta lo inaceptable,
es que se resigna a perder valores tan fundamentales como la libertad. Por lo
tanto, convendría replantearse qué le queda a un pueblo que se niega a
defenderse del todopoderoso Estado intervencionista, sometiéndose
voluntariamente a él. Evidentemente, nada.
Una sociedad sometida a tanta mentira, acribillada a impuestos y que
acepta sin rechistar la pérdida total de sus derechos y libertades es una
sociedad muerta.
¡Señores! ¡La libertad no se regala, se conquista! Si no luchamos por
ella seguiremos estando a merced del todopoderoso Estado intervencionista, que facilita
que unos cuantos “tíos listos” hagan lo que les dé la gana con la inmensa
mayoría de “tontos”.
La gente piensa que es imposible deshacerse del todopoderoso Estado. Sin
embargo, no es así, ya que el Estado sólo funciona si nosotros obedecemos. Por
consiguiente, es tan sencillo (al menos sobre el papel) como desobedecer. Pero
para ello es necesario despertar a las masas adormecidas.
La cuestión es: ¿cómo despertar conciencias cuando la mayoría de la
gente está sumergida en la ignorancia, en el confort de la pasividad, o, peor
aún, en la aceptación de este sistema como inevitable?
Solamente el hipotético caso de un cambio de conciencia colectiva,
sobre la base de una masa crítica de individuos lo suficientemente grande que
genere una “nueva conciencia”, podría provocar un cambio de paradigma. Para
ello, entre otras cosas, la gente tiene que perder el miedo, estar bien
informada, dejar de ser estúpida, y, por supuesto, salir de su zona de confort e
implicarse de lleno en un nuevo proyecto, donde el Estado intervencionista
desaparezca de una vez por todas.
¿Difícil? No, lo siguiente.